Una vez más ha sido la
poesía: ese espacio “subjetivo”, sospechoso de no ayudarnos a ver las cosas tal
cual son según los entendidos de la realidad, los defensores de “poner los pies
en la tierra”, los inquisidores de la razón, los que no sueñan porque creen que
los sueños son opio que adormece la voluntad… la que ha roto sin remilgos el
fino cristal de indiferencia que a veces me envuelve y me ha penetrado
sacudiéndome y despojándome de la pereza de ser persona consciente y libre.
La poesía*: esa que, en realidad, nos ayuda a echar raízes en nuestra tierra, y en la de todos, no permitiendo que nos tambaleemos y caigamos por cualquier contratiempo. Ella da palabra a nuestra realidad más nuestra. Palabras que nos permiten soñar… (admito que en el fondo de mi ser recelo de la palabra soñar porque me educaron para sospechar de toda “evasión”).
¡Pero si los sueños son todo lo contrario!... Más aún, me atrevería a decir, a afirmar, que quien no se permite soñar es
porque tiene miedo a pensar que las cosas pueden cambiar y a comprometerse con
el cambio.
Como digo…
…una vez más ha sido
la poesía, la palabra cierta de Oscar Martínez, poeta y actor argentino, quien
me ha regalado un momento de lucidez, un espacio amplio y fresco para extender
las alas de mis ideales y permitirme pensar, crecer y querer… querer amar.
"Que me
palpen de armas"
Oscar Martínez
Creo en el amor como en la
experiencia más maravillosa de la existencia, como generador de toda clase de
alegrías. Y en el amor correspondido, como la felicidad misma. Pero no fui
educado para él, ni para la felicidad, ni para el placer. Porque fui advertido
malamente contra la entrega y el gozoso abandono que supone.
Cada
día, entonces, todavía es una ardua conquista, una transgresión, una
desobediencia debida a mí mismo, una porfía. La laboriosa tarea de desaprender
lo aprendido, el desacato a aquel mandato primario y fatal, aquel dictamen
según el cual se gana o se pierde, se ama o se es amado, se mata o se es
muerto.
La vida,
por tanto, no me ha endurecido, ese sea tal vez mi mayor logro. Que me palpen
de armas. Dejo a un lado, si es que alguna vez tuve o me queda, toda arma que
sirva para volverse temible, para someter, para acumular, para ser poderoso,
para triunfar en un mundo de mano armada, en el que la felicidad se compra con
tarjeta de crédito. No quiero que la lucidez me cueste la alegría, ni que la
alegría suponga la necedad o la ceguera…
Pero no
me es fácil, me cuesta vivir a contratiempo, con la sensación de ser testigo de
un desatino histórico gigantesco, de un extravío descomunal, tan irracional,
absurdo o desolador como la bomba de neutrones. No entiendo al mundo. Me
parece, como dice Serrat, que ha caído en manos de unos locos con carnet. Me
siento ajeno a la debacle, pero en el medio de ella.
Mi vida
es apenas un instante en el océano del tiempo y es como si quisiera que ese
instante fuera sereno y hondo, en el medio de una ensordecedora discoteca o de
un holocausto definitivo, siempre a punto de estallar. Me desazona la
banalización de la vida. El pavoneo de la insensatez. El triunfo de la
prepotencia y de la ostentación. La deshumanización salvaje de los poderosos,
la aceptación y el elogio del “sálvese quien pueda”. La práctica y la prédica
del desamor y de la histeria. Me descorazona la idiotez colectiva. La
idealización de lo superfluo. El asesinato de la inocencia. El descuido suicida
de lo poco que merecía nuestro mayor esmero.
El
desconocimiento o el olvido de nuestra propia condición. Me conmovió, no hace
tanto, que el cosmólogo Sagan, en un artículo extenso, escrito como desde un
punto perdido en el infinito del espacio desde el cual el mundo se observa como
una bolita cachuza, terminara diciéndonos: “Besen a sus hijos".
Escuchemos
a esos hombres, sigámoslos. Leamos a los poetas, no permitamos que el misterio
de la existencia deje de estremecernos cada día, porque es el costo más alto
que podemos pagar por nuestra necedad y nuestra omnipotencia.
La vida
de un árbol merece nuestra devoción y nuestro más grande regocijo; al amparo
gozoso de su sombra, acariciados por la tibieza de la luz del sol y arrullados
por el sonido mágico e irrepetible de su follaje, mecido por la mano invisible
del viento, estaremos a salvo de la alienación y de la orfandad; siempre y
cuando seamos capaces de apreciar esa gloria mientras nos sea posible de
reconocer en ella nuestra mayor riqueza.
*Ya he confesado en alguna ocasión que soy cristiano, de convicción y vocación (con esto me refiero a haber sido encontrado y amado desde lo más profundo de mi ser por aquel que es amor… sin encontrar a día de hoy razón alguna para ello, más bien todo lo contrario). Por tanto cuando hablo del amor lo hago desde esta experiencia que enriquece y ensancha todo amor personal. Esto viene a cuento porque ante el alegato anterior que he hecho de la poesía, no me extraña nada que la Iglesia haya escogido para comunicarse constantemente con Dios, mediante la Liturgia de las horas, el libro de poesías de la Biblia: los salmos.